ZANZíBAR, EL SUEñO TURQUESA DE LAS PLAYAS PRIVADAS Y LAS PLANTACIONES DE ESPECIAS

Zanzíbar... El nombre de esta isla africana resuena como un latigazo en la arena que nos lleva a pensar en un pasado lejano en el que los traficantes de esclavos y los exploradores británicos la utilizaban como base para penetrar en el corazón de África, entonces un territorio lleno de incógnitas. En los últimos años, sin embargo, Zanzíbar se ha confirmado como destino turístico, con hoteles con bungalows de lujo y playas privadas en las que la arena blanca, el agua azul turquesa y los bosques de palmeras parecen aliarse para cumplir los sueños de los viajeros. 

En los años noventa del siglo pasado, cuando viajé por primera vez a Zanzíbar, la isla no era todavía un destino turístico. Algunos edificios nobles de Stone Town, la Ciudad de Piedra, asediados por la decadencia, la ruina y la humedad, reflejaban el glorioso pasado de los sultanes omaníes y los años del dominio británico, pero el presente no podía decirse que fuera muy halagüeño. Me alojé entonces en el Spice Inn, un viejo hotel que se caía a pedazos en el que pagué solo veinte dólares por una suite que incluía un largo balcón donde desayunaba mirando cómo la plaza iba cobrando vida lentamente, cómo la ciudad se desperezaba.

En la costa este de Zanzíbar podías entonces dormir, por unos pocos dólares, en una cabaña junto a una playa paradisíaca y comer en un chiringuito bajo las palmeras mientras veías cómo los pescadores regresaban del mar con bandejas de pescado y las mujeres cultivaban algas con la marea baja. Recuerdo de aquellos años la luz cegadora que recortaba las velas triangulares de los dhows, el azul casi imposible del agua y una nube de niños que me seguían gritando “Muzungu! Muzungu!”.

He vuelto varias veces a Zanzíbar desde aquel primer viaje y he podido ver cómo cada año se construían más hoteles en las distintas costas de la isla. Los vuelos a la isla han tenido también un crecimiento exponencial y hoy son pocos los turistas que llegan a la isla en ferry desde Dar Es Salaam, como se solía hacer antes, en una lenta travesía que te permitía observar cómo el color del agua se iba embelleciendo a medida que te acercabas a Zanzíbar y el aire se llenaba de un agradable olor a clavo.

Las plantaciones de clavo fueron, de hecho, la alternativa que los sultanes, llegados de las lejanas costas de Omán gracias al empuje de los vientos alisios, pusieron en marcha cuando cesó el lucrativo tráfico de esclavos, abolido por los británicos en 1873. Los años de la esclavitud quedan muy lejos, pero aún hoy puede visitarse en Stone Town la casa del traficante Tippu Tib (1827-1905) y, junto a la catedral anglicana, un Museo de la Esclavitud que ilustra la historia de este tráfico infame. El museo incluye, por cierto, la visita a una mazmorra en la que se hacinaban los esclavos cazados en el corazón de África. No muy lejos, en la catedral, puede verse una cruz hecha con madera del árbol a cuyos pies fue enterrado en 1873 el corazón del explorador y misionero David Livingstone, un gran luchador contra la esclavitud. 

Sin salir de Stone Town, el viejo fuerte omaní y la Casa de las Maravillas, uno de los palacios del sultán, ayudan a entender la historia de esta isla por la que han pasado swahilis, portugueses, omaníes, alemanes e ingleses. Lástima que en los últimos años la Casa de las Maravillas muestre una penosa decadencia y se haya tenido que cerrar al público. 

El tiempo de los exploradores

Del período inglés, la casa donde se alojaba David Livingstone, el antiguo consulado y el cuartel de las tropas británicas, Africa House, hoy reconvertido en hotel, nos hablan de los lejanos tiempos de los exploradores, cuando David Livingstone, Richard Burton, John Speke, Henry Stanley y compañía zarpaban de la isla para adentrarse en el continente y desvelar el misterio de las fuentes del Nilo. Mucho más cerca en el tiempo, la casa donde nació Freddie Mercury en el año 1946 es hoy un museo que repasa la vida y la obra del cantante de Queen.

El redescubrimiento de Zanzíbar se debe a los hippies. Siempre vagando en busca de paraísos olvidados, llegaron a esta isla pegada a la costa de Tanzania en los años setenta. Poco después, en 1981, llegó Emerson Skeen, un psiquiatra neoyorquino que se enamoró de Zanzíbar. Regresó varias veces a la isla, hasta que a principios de los noventa decidió quedarse para siempre. Cuando le conocí, en los años noventa, había restaurado en Stone Town, junto con su socio Thomas Green, unas antiguas mansiones que transformó en Emerson & Green, uno de los primeros hoteles con glamour. La terraza del último piso, con vistas al mar y decorada con mesas bajas, alfombras y cojines orientales no tardó en conveartirse en un must de la isla.

“La culpa de que decidiera quedarme en Zanzíbar es de mis lecturas de infancia”, me contó Emerson en aquellos años. “Siempre quise ser Tarzán, pero como no tenía ni el cuerpo ni la edad, decidí montar un hotel en esta isla maravillosa. Había leído sobre los grandes exploradores del siglo XIX y para mí esta es una isla mágica. Me encanta vivir aquí.”

Emerson, que falleció de cáncer en 2014, compró unos años después el viejo Spice Inn y cumplió su sueño de transformarlo en un hotel de lujo, el Emerson Spice. Los precios se han multiplicado, por supuesto, pero es lo que se lleva en el Zanzíbar de hoy. Junto al hotel, el bar Secret Garden, instalado en una antigua casa en ruinas con los muros desconchados, también está decorado con gusto para acoger a un tipo de turista exigente. 

Al otro lado de Stone Town, la terraza del Africa House también ha evolucionado con el tiempo. De ser el lugar de encuentro de la comunidad hippy al atardecer, ha pasado a acoger a turistas de distintas nacionalidades que se embelesan contemplando cómo se pone el sol en las pequeñas islas que hay enfrente para dirigirse después al Club Livingstone, donde por la noche suena una rítmica música africana junto a la playa. 

En mi último viaje a Zanzíbar me alojé en un hotel de la costa sur de la isla, The Residence. El hotel cuenta con una excelente playa de arena blanca escoltada por palmeras, un selecto buffet en el que se pueden degustar distintos tipos de cocina, bungalows con piscina privada y un gran jardín por el que saltaban de árbol en árbol los colobos rojos, una especie de primates endémica de Zanzíbar en peligro de extinción. La isla seguía siendo la misma que treinta años atrás, con unas playas de ensueño y un agua de un increíble color azul turquesa, pero se había sofisticado con todo lujo de detalles.

Sin salir del hotel puedes ir en lancha a nadar con un grupo de delfines juguetones, visitar la barrera de coral o, en julio y agosto, ir en busca de las ballenas que pasan cerca de la costa. Cerca del hotel está el bosque de Jozani o una plantación donde aprendes a reconocer el clavo, la pimienta, la nuez moscada, el jengibre, la canela, la cúrcuma, la vainilla, la citronella y otras especias que crecen en esta tierra muy fértil.

Una excursión en 4x4 por la costa este de la isla permite recorrer las famosas playas de Paje, Bwejuu y Jambiani, donde han abierto en los últimos años numerosos hoteles, bares y restaurantes. El azul del agua, el blanco resplandeciente de la arena y la sombra de las palmeras se suman para construir una imagen de paraíso soñado en el que abundan los bañistas y los partidarios del kite surfing.

Un restaurante singular que merece la pena visitar en esta costa, en el pueblo de Michamvi, es The Rock, inaugurado en 2010 en una roca cerca de la playa a la que se puede llegar nadando o en barca. Cuando baja la marea se puede ir incluso andando para degustar alguno de los sabrosos platos de la cocina zanzibarí, en la que suelen abundar el pescado, la langosta y los calamares, aderezados con salsa de coco y especias locales.

No muy lejos, en la playa de Jambiani, los bares musicales que se animan al caer la noche ofrecen bebidas exóticas, un ambiente genuinamente africano y excursiones en dhow para ir más allá de la barrera de coral, recorrer la costa y disfrutar del azul increíble del agua.

La barrera de coral retrocede en las playas del norte, por ejemplo en el pueblo de Nungwi, donde los carpinteros de ribera construyen dhows bajo las palmeras con métodos ancestrales. No muy lejos de la playa, los troncos contundentes y deformes de los enormes baobabs se encargan de subrayar que estamos en África. Para los amantes del submarinismo, una inmersión en estas aguas les permite contemplar los variados colores y formas del coral, mientras los pescadores navegan mar adentro. Para los que deseen ir más allá, pueden navegar hasta la vecina isla de Pemba, donde dicen que la magia negra sigue estando muy viva.

Es en las zonas este y norte de la isla donde en los últimos años se han instalado una serie de resorts, con bungalows con techo de makuti, restaurantes y bares a la última y unas playas privadas que atraen a numerosos grupos de turistas.

De todos modos, por mucho que en los hoteles de playa se esté bien, es bueno pasar por lo menos un día en la Ciudad de Piedra, bien sea para visitar alguno de sus museos o sencillamente para pasear hasta perderse por sus calles laberínticas, para admirar las puertas labradas con protecciones metálicas contra los elefantes (que trajeron los comerciantes indios) o para visitar el caótico mercado de Darajani y alguna de las muchas tiendas en las que puede encontrarse prácticamente de todo. Eso sí, habrá que estar atento para esquivar los transportes colectivos llamados dalla dalla, casi siempre sobrecargados, y los numerosos vendedores ambulantes que tientan al viajero.

Comer a orillas del mar

Para una comida sencilla en Stone Town, a la sombra de un gran baobab, el restaurante Lukmaan ofrece color local y buenos precios, aunque para comidas más sofisticadas es mejor ir a los restaurantes instalados en las azoteas de los hoteles, con vistas al mar y al desorden de los tejados de Stone Town. Para cenar, una buena opción son los tenderetes de los jardines de Forodhani, en pleno centro de la ciudad, junto al antiguo fuerte omaní. Los platos estrella suelen ser las sabrosas samosas indias, a menudo picantes, los pinchos de gambas o langostinos o la pizza de Zanzíbar, una especie de crepe rellena de carne o de marisco. Comer a orillas del mar, donde un grupo de niños y no tan niños suelen hacer exhibiciones de saltos, es un auténtico placer.

Fuera del circuito más turístico, una tienda interesante de Stone Town es Capital Art Studio, fundada en pleno centro, en Kenyatta Road, en 1930 por el fotógrafo Ranchod Oza, que durante unos años fue fotógrafo semioficial del sultán Khalifa y, más adelante, de la Revolución, en los años sesenta. Murió a los ochenta años en 1983 y hoy lleva la tienda su hijo, Rameh Oza. Allí pueden comprarse fotos antiguas que ilustran el Zanzíbar de antes del turismo, cuando la vida era más reposada y en blanco y negro.

La historia de Zanzíbar puede seguirse a través de las fotos de Capital Art Studio, desde el sultanato, instaurado a finales del siglo XVII, hasta el protectorado británico, impuesto a partir de 1890. La breve independencia de 1963, la Revolución posterior y la formación de la república de Tanzania junto con la vecina Tanganica son otras etapas de esta isla en la que las culturas se mezclan. 

“Todo ha ido muy de prisa”, reflexiona el fotógrafo Rameh Oza tras el mostrador de su tienda. “En los últimos años el turismo está cambiando el aspecto de la isla. Me temo que mi tienda de fotografía no durará demasiado, ya que los negocios que no son turísticos parece que no tienen futuro en Zanzíbar.”

No muy lejos de Capital Art Studio, la terraza del Africa House es un buen lugar para despedirse de Zanzíbar con una hermosa puesta de sol. El mar tendido enfrente y las pequeñas islas punteadas en el horizonte recuerdan que allí se encuentra, entre otras, la llamada isla de la Prisión, donde hace mucho tiempo encerraban a los esclavos antes de venderlos con destino a las plantaciones de América. Aquella época, sin embargo, así como la de los exploradores, queda muy lejos. Lo que se impone hoy en Zanzíbar es el descanso y el disfrute junto a unas playas idílicas en las que el agua azul turquesa raramente decepciona. 

Libros para “leer” una isla

Para profundizar en el período de los sultanes hay un libro, Memorias de una princesa de Zanzíbar (Alba Editorial), que cuenta cómo era la vida en la isla, y especialmente en los palacios omaníes, más de cien años atrás. La autora, Emily Ruete, era una hija del sultán que se fugó a Europa en 1866 con un comerciante alemán.

Otro autor importante para conocer Zanzíbar es Abdulrazak Gurnah, nacido en Zanzíbar en 1948 y premiado con el Nobel de Literatura en 2021. Residente en Inglaterra, ha escrito novelas recordando su pasado africano, alejado del punto de vista colonial. La novela El desertor, en concreto, está centrada en la isla en la que nació.

Para el período de los traficantes y exploradores hay varios libros que ayudan a comprender la época, entre ellos El sueño de África, de Javier Reverte.

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